jueves, 9 de abril de 2009

INTELECTUALES

Por: Prof. Avran Noam Chomsky
Publicado en: Centro de Estudios Interdisciplinarios de Ciencias Técnicas, Humanidades y Artes.

- ¿Cómo define a un intelectual?
- Desde cierta perspectiva, un intelectual es simplemente toda persona que usa su cerebro. Todo el mundo usa su cerebro, por supuesto, pero más allá de ese uso necesario para la supervivencia, hay actividades que se refieren a la opinión pública, a asuntos de interés general. Yo no llamaría intelectual a alguien que traduce un manuscrito griego, porque hace un trabajo básicamente mecánico. Hay quizás pocos profesores que puedan llamarse verdaderamente intelectuales.

Por otra parte, un trabajador del acero que es organizador sindical y se preocupa por los asuntos internacionales puede muy bien ser un intelectual. Es decir, la condición de intelectual no es el correlato de una profesión determinada. Hay alguna relación entre gozar de ciertos privilegios y tener posibilidades de actuar como un intelectual. No es una relación muy fuerte, porque mucha gente privilegiada no hace nada que pueda considerarse de mérito intelectual y, por otra parte, mucha gente sin privilegios es muy creativa, reflexiva y de amplios conocimientos.

- ¿Cuál es el estado actual de los intelectuales?
- Muy semejante al de siempre. Los intelectuales son quienes escriben la historia, los que presentan las imágenes del presente y del pasado. Para ser más preciso, me refiero a los intelectuales que se llaman “intelectuales responsables”. Los disidentes no escriben la historia. Por ejemplo, Walter Lippman se describía orgullosamente como uno de los “hombres responsables”. Eugene Debbs, el personaje principal del movimiento obrero estadounidense, candidato a la presidencia por el Partido Socialista y un crítico de la Primera Guerra Mundial, estaba en la cárcel. Y a Walter Lippman nunca se le ocurrió preguntarse ¿por qué soy yo una persona responsable y Eugene Debbs está en la cárcel? ¿Soy yo más intelectual que él? Y la respuesta es no, están simplemente en diferentes lados de la barrera. Si estás del lado del poder y de la autoridad, puedes entrar en el círculo de los intelectuales responsables. Si eres un crítico y un disidente, la tendencia es que te traten duramente. No quiero decir que la historia sólo ha sido escrita por apologistas. No sería exacto decirlo así.

Pero hay una tendencia en esa dirección. Incluso la imagen de cómo actúan los intelectuales tiende a ser halagadora y narcisista. Por lo tanto, creo que hay una ilusión acerca de cómo han actuado en el pasado los intelectuales. Ha habido tiempo en que el grado de influencia sobre el público general de los intelectuales – intelectuales en el verdadero sentido de la palabra – fue extraordinario, esos momentos de fermento, períodos revolucionarios, como el de los levellers en la revolución inglesa o los años sesenta del siglo XX. Pero la mayor parte del tiempo, los intelectuales, en ambos lados, estaban alineados y al servicio del poder. Eran entusiastas apologistas de su Estado: los alemanes por Alemania, los ingleses por Inglaterra y los franceses por Francia. Hubo algunas excepciones, pero muy pocas y terminaron en la cárcel. Bertrand Russell, por ejemplo, en Inglaterra: Kart Liebknecht y Rosa Luxemburgo en Alemania y Eugene Debbs en Estados Unidos. Sin embargo, la mayoría de los intelectuales son servidores del poder.

LA LIBERTAD DE INFORMAR

Por: Luis Jaime Cisneros
Publicado en: Diario “La República”.

Los sucesos venezolanos de que viene dando cuenta la prensa internacional obligan a meditar sobre el ejercicio del periodismo y sobre la libertad de expresión. La escuela no puede estar ajena al tema.
Y no porque la escuela deba encarar al periodismo como una probable profesión del estudiante, sino como una actividad formadora del hombre. Es una actividad que no puede eludir ningún ciudadano, fundado en las mismas razones por las que recibe lecciones de higiene, de educación cívica y de buen juicio. Si de preparar al joven para la vida se trata, nada mejor que entrenarlo para que sepa discernir, a través de las noticias, de la marcha del mundo en que se está gestando su porvenir. No debe eludir esa función la escuela en una democracia, porque debe ofrecer testimonios vivos de por qué vale la pena defender los derechos del hombre. Y el derecho a la información y a la libre expresión so garantía firme de una vida en democracia. Ciudadano desinformado es fácil presa para los interesados en deformar la noticia y corromper la verdad. Asumiendo su derecho a la información, el estudiante aprende a madurar y a justificar, desde la hora inicial, el amor por la libertad.

Cómo podemos negar que la información está retaceada en la mitad de los países del orbe, y nadie puede alardear de que, porque no cierra periódicos, está garantizando la libertad de expresión. Informar es hoy grave riesgo para el periodismo. Todos los días nos lo confirma la prensa nacional e internacional. Pero es el desafío que debe arriesgar el periodista, si aspira a que éste sea el siglo de la efectiva información democrática. La información es un servicio público, cuyo real beneficio debe cuidar el Estado. No es propiedad del Estado. En rigor, la dueña de la información es la opinión pública; somos los lectores los beneficiados. Así como el periodista tiene derecho a que se respeten sus editoriales, sus reportajes, sus noticias, los lectores tenemos el derecho a recibir información. Anunciar que el Estado debe velar por la información no significa que el periodista debe satisfacer la vanidad de la mayoría política gobernante, ni menos las ansias de la oposición.

Ejercer el periodismo es ejercitar ese derecho a la libertad de información. No suele ser fácil llevarlo a cabo, porque dos grandes presiones alcanzan a la prensa hablada y a la escrita en nuestro continente. Muchos términos abstractos han adquirido carta de naturaleza en el léxico periodístico y en las mesas de redacción; y ahora nadie se perturba al mencionar solemnemente la “seguridad del Estado”, el “honor de las instituciones”. Y ya nadie se asombra si condenan a un periodista por difamación o desacato. No son abstracciones. El periodista vive hoy asediado por las sombras, los rumores y las dudas. A causa de esto, se ha ido desdibujando el límite entre lo público y lo privado, entre lo que pertenece realmente al dominio y al interés de la comunidad y lo que, en buena cuenta, pertenece al mundo individual de las personas.

En este marco reflexiono sobre el periodismo de opinión, que es centro de contienda. ¿Qué se busca afirmar proclamando la libertad de opinión? No busco la nimiedad de las definiciones. Pregunto por esa calificación absurda que ha ido adquiriendo carta de legitimación en todos los gobiernos (y no solo en los de origen castrense), según la cual siempre se espera del periodismo una “crítica constructiva”. ¿Qué sin sentido es ese? ¿En qué triste falacia se funda? Lo constructivo es la crítica misma. Y lo es porque supone trabajo inteligente, fruto de una estrategia intelectual. No cabe confundir la alharaca insustancial ni la alegría palabrera con la crítica, que está mirando al riguroso campo conceptual y no al sonido de las palabras. La calificación de crítica no se garantiza porque así lo hagan quienes dicen esgrimirla. Una crítica no mira a lo adjetivo sino a lo sustancial: la mueven razones, su fundamento raigal es de orden cerebral. Para criticar, hay que tener buenas razones, aparte del talento y buena sintaxis. No hay modo de que puedan entender sanamente estas reflexiones quienes manejan el poder político y el poder económico: suelen estar obsesionados por creer que todo lo que pueda contrariarlos es destructivo. Lo que importa es que lo entienda el lector, cuyo voto define el destino político de la república.
Criticar implica razonar en alta voz. Es una tarea pedagógica que maneja razones de orden científico, político, económico, moral. Para que sea ejercida con libertad y resulte beneficiosa, esa crítica exige tolerancia por parte del criticado. Es decir, supone inteligencia alerta. La tolerancia es el signo de la ecuanimidad. Si falta la ecuanimidad, sabemos que no hay buen gobierno. Sin ecuanimidad, no se puede comprender ni explicar lo que está sucediendo y no se puede apreciar, por lo tanto, en su debido calibre, el aplauso o la censura. La falta de tolerancia implica falta de perspectiva histórica y suele conducir al endiosamiento o a la fatuidad, de las que hay tantos ejemplos.